Un buen día el
Santuario de Aránzazu se apoderó de mi alma. Su energía penetró en mi interior como un destello azul y me atrapó para siempre. Porque Aránzazu es piedra, es hierro, es madera, y es azul. Enclavado en el monte sobre rocas y al borde del precipicio, rodeado de montañas y con el río a sus pies, es austero, es agreste, moderno, y rebosa arte y cultura.
Lo primero que te sorprende son las tres altas torres, dos de ellas gemelas, cubiertas de miles de puntas de piedra que recuerdan al espino (arantza). Después te impresionan el friso con los 14 apóstoles de
Jorge Oteiza y su Piedad solitaria en la fachada, junto con las cuatro puertas de hierro de
Eduardo Chillida, como casi enterradas, que acceden al templo y te sumergen en un mundo subterráneo, oscuro, sobrio, sin columnas, y con un impresionante retablo de madera tallada policromada
, iluminada con vidrieras de motivos abstractos que te envuelven en una niebla azul.
La cripta, decorada por
Nestor Basterretxea, sobrecoge, con sus 18 murales de gran fuerza expresiva y llenos de color, representando la evolución de la mitología al cristianismo, con el Cristo rojo al fondo.
Impresionante. Inolvidable. Todo.
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